ADDIS ABEBA. ETIOPÍA
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(…) El agujero de la ducha se tragó el polvo y milagrosamente también del cansancio y en el fondo de la mochila encontré una camisa muy arrugada pero que olía a limpio y me la puse sin haberme secado del todo, así que cuando irrumpí en el jardín-parking del hotel y asalté al taxista, notaba como se me pegaba a la piel. Quedé con él en que me recogería a las cuatro y media de la mañana para llevarme al aeropuerto y eché a correr escaleras arriba hacia el edificio principal casi sin esperar una que llegaría en unas horas. Porque a las cuatro y media de la mañana iba a estar solo bajo la luz de una farola y sin taxi; pero eso todavía no lo sabía, y llegué a la puerta posterior del edificio principal del hotel ahogándome como se ahoga un imbécil que a pesar de saber que no lleva nada bien lo de la altura, corre escaleras arriba en una ciudad que está a más de 2500 metros. La sangre no llegaba a la cabeza ni el aire a los pulmones cuando crucé la puerta posterior y por si fuera poco el suelo de láminas de madera se hundía bajo el peso de mis botas, y vi luces en el aire y me tambaleé vacilante. Entonces, en un acto de rebeldía, mi cuerpo se detuvo y me quedé ahí, plantado frente a la puerta, fingiendo observar el hall del hotel mientras recobraba aliento.
El Taitu, el hotel Taitu, es un viejo barco que todavía navega, porque lo construyeron en la época en que las cosas se hacían a conciencia. Las láminas del suelo están gastadas pero limpias, y un día debieron estar cubiertas de alfombras, pero debieron apolillarse y quedó la madera que es noble y duradera. Lo inauguró la mujer de Menelik, del emperador Menelik cuando este ya poco pintaba en el mundo, y convirtió el Taitu en el primer hotel del gobierno Etíope, y por tanto debió ser el mejor y más lujoso del país, con sus conserjes uniformados y sofás de madera africana y tapicería italianizada.
Bajo la escalera estaba el telefonista con el único aparato del hotel. Era de esos de hierro negro, con un cordón pelado y un auricular que pesaba mucho más de lo que parecía. Lo sabía porque horas antes había conseguido, al fin, poner una conferencia con España. Etiopía usa el sistema de doble banda, y mi móvil aquí solo me servía de despertador.
Había refrescado y Wondoosen me esperaba al otro lado de la puerta giratoria y nada más librarme de la última hoja chirriante me di cuenta de que tanto él como su coche habían cambiado. El land cruiser estaba encerado y brillante, y los cristales no tenían una sola mota de polvo. A él por poco no lo reconozco; llevaba un traje gris azulado cruzado, sin corbata y unos zapatos que parecían espejos negros.
La ciudad se desgranó al otro lado de los cristal del coche. La luz de las farolas apenas emitía una luz amarillenta que dibujaba formas inestables en el suelo. Cruzamos un barrio de calles oscuras, casas bajas y muy poca gente a pesar de que todavía era pronto. Las chicas que caminaban en nuestra dirección se volvían hacia el coche para vernos pasar, y varias rotondas iluminadas y cruces después Wondoosen paró el land cruiser a pocos metros de la puerta de un restaurante.
Cuando quisimos darnos cuenta nos habían acomodado en una mesa reservada, en un local que en nada se parecía a los restaurantes etíopes que nos habían alimentado durante el camino, con plantas decorativas, y maderas claras y hasta un escenario donde alguien se preparaba para amenizar la cena, y mientras nos acomodábamos Wondoosen me indicó la mesa del lado, me señaló una señora que llevaba un vestido con tonos dorados y un peinado sofisticado y me dijo que era muy conocida en el país porque había sido ministra hasta hacía muy poco, y la señora clavó sus enormes ojos negros en los míos como si hubiese oído la conversación o pudiese adivinar lo que yo pensaba, y yo deseé que no fuese así mientras mostraba a mi interlocutor y a ella una sonrisa ambigua, porque lo que estaba pensando era que nunca había oído su nombre ni sabía que hubiese mujeres en el parlamento etíope porque nada sabía de la política del país.
Era una cena bufete, y aunque sobre la mesa había todo tipo de manjares, me incliné una vez más por la injera cortada y enrrollada, que era la comida nacional del país y me había aficionado a ella, y comimos en silencio porque mis compañeros de viaje estaban también agotados. Habían sido diez días de polvo y cuatro por cuatro entre tribus, brincando en los asientos del cruiser, durmiendo en tiendas de campaña o burdeles llenos de cucarachas, y aunque para mi era la última noche, y sabía que posiblemente no volvería a verles, los asientos mullidos de aquel restaurante estaban haciendo mella en mi. El cuerpo es sabio y aguanta lo que hace falta, pero cuando detecta que ya no es necesario, se hace rogar como una niña mal criada y, si puede, se derrumba (…)
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