La isla no me parece una isla, parece la otra orilla de un brazo de río ancho y de aguas tranquilas. Hace calor, mucho y estoy deshidratado. He pasado cerca de diez horas sentado en ese autobús con ventanas pequeñas que ahora descubro lleva un inmenso escudo del Barça en la parte trasera y necesito un poco de aire. Los botes parados crean inseguridad mientras sientes el agua mareando el casco a pocos centímetros del banco en el que estás sentado.
He rechazado al tipo que me ha asaltado nada mas bajar del bus ofreciéndome una lancha a rápida. “Eso, -ha dicho mirando al embarcadero-, no es para ti”. Poco negocio ha hecho el hombre conmigo y aquí estoy sentado esperando que zarpemos.
Cuando al fin los bultos han pasado de mano en mano y nos hemos colocado más de veinte hombres, mujeres y niños el motor se pone en marcha y la brisa me devuelve lo que el calor y las horas pegado a la ventanilla me ha robado. El camino desde Mombasa transcurre por tierras poco fértiles asoladas por la sequía y en las que malviven lugareños y huidos de la vecina Somalia. He tenido suerte, ahora las cosas no están mal y basta con que un soldado armado viaje en cada transporte; hasta hace poco se tenía que hacer un convoy de vehículos y el ejército lo escoltaba para evitar que los bandoleros asaltasen los camiones y autobuses.
Pero doy un manotazo imaginario al aire y borro esos pensamientos de la cabeza. Corremos paralelos a una playa poblada de manglares y estoy a punto de llegar al fin de un viaje que empecé en una colina sobre la ciudad arrasada de Goma, al piel del lago Kivu.
Ahí arriba miré por encima de los Virungas que separan Rwanda y el Congo y tracé una línea imaginaria que me llevaría a cruzar Rwanda, Uganda y Kenya para acabar aquí.
Y así y como quien no quiere la cosa, el asentamiento suahili mas antiguo que se conoce aparece a estribor. Tal y como habái leído, el núcleo de la ciudad tiene un aire a Stone Town en Zanzíbar, más modesto, menos ostentoso y más auténtico. Casas de piedra coralina con terrazas cubiertas de amplios tejados sobre ellas.
En el muelle me esperan tres buscavidas asegurando que son propietarios de hotel. No insisten mucho; no puedo decir que pinta llevo porque ni me veo ni me huelo, pero después de cuatro semanas de viaje en transporte público no debo parecer una presa muy suculenta. Les doy las gracias y minutos después dejo la maleta en el suelo de cemento del primer hotelito que encuentro junto al embarcadero.
Tiene una terraza cubierta de cañizo, la parte delantera da al mar y la lateral a una mezquita, está en el centro y aunque descubriré esa misma noche que hay chinches viviendo en la mosquitera, es todo lo que ando buscando.
En este preciso momento doy el viaje por finalizado y pienso pasar los días siguientes repasando mis notas. No podré.
Lamu no es lo que esperaba, es mejor. Veo casas fantásticas donde deben alojarse los europeos que tienen casa aquí, pero no están en la calle. Esta ciudad y sus alrededores vive anclada en el tiempo. Los niños en las escuelas coránicas, los hombres empujando los carros y corriendo detrás de los burros. Los “otros” hombres mirándose la barba y mascando Qat.
Hay una playa de varios kilómetros sobre la que descansa un castillo al mas puro estilo exin castillos, propiedad de un italiano extravagante dicen unos, propiedad de la mafia dicen otros.
La ciudad se mueve gracias a un generador de gas oil, las panadería tiene los mismos pasteles que las de mi ciudad donde la cultura culinaria árabe se ha transmitido de generación en generación.
Hay un bar en el porche de una casa que está mas allá del fuerte donde hacen unos batidos de mango solo comparables a los que tomé en Etiopía hace unos años y las samosas de carne tienen un punto de picante y otro de grasa.
Lamu está construido mirando al canal que lo separa del continente. La primera línea es un paseo de tierra pisada poblada por cañones que habrán disparado contra todos sus moradores excepto los primeros antes de que conquistasen la isla. Lamu como digo mira al continente. Se pasó siglos mirando al continente. Hace muchos que los árabes establecieron las rutas comerciales en la costa del Indico y poblaron la costa, pero lo más increíble es que no pasasen de ahí. Mirando a la costa, me cuesta creer que hasta hace nada, hasta mitad del siglo 19, África era un borrón en el mapa. Nadie se atrevía a alejarse de la costa, a adentrarse tierra adentro. Me refiero a nadie que viniese de fuera. El continente era un enigma poblado de tribus, animales y leyendas que se mezclaban.
Vengo de los grande lagos, vengo del nacimiento del Nilo, pero lo más increíble es que hasta hace poco mas de cien años, todo eso no era más que un rumor, más que historias de traficantes de esclavos que aseguraban haber visto mares de agua dulce tierra adentro.
Luego llegó la colonización, llegamos los blancos. Robamos todo lo que pudimos y a cambio solo dejamos los mapas.
©toni marques